Recuerdo, como cualquier cronista, lo que mi memoria me permite; esto no es hacer historia sino, simplemente, recopilar experiencias inmediatas. Recuerdo bien sólo tres campañas presidenciales -sin contar la presente- y en cada una de ellas podría hallar elementos similares y diferentes, lo que, a decir verdad, no dice mucho: toda campaña política podría adecuarse a este comentario.
Al ingresar en materia hay un aspecto de evidente similitud: los contrincantes son más o menos los mismos y los discursos también se parecen. Sin embargo, si ello puede parecer evidente, hay también diferencias. El mundo, y Latinoamérica, ha cambiado en estos quince años, hecho que en nuestra territorialidad política no parece haberse reflejado. Sigue operando la lógica de la transición, con el temor -fundado o exagerado- a los ejercicios de enlace y a los estados de ánimo del sector privado. La política de los noventa, con aquel elogio desorbitado a los consensos binominales, selló los modos de hacer política, lo que fue una forma de anquilosamiento, de exclusión política, de política de élites con acceso al club binominal.
La campaña 2005-2006 pese a algunos esfuerzos de última hora por incorporar materias políticas, sociales, culturales y económicas subyacentes y excluidas de la retórica política de los últimos quince años, mantiene la lógica de dos grandes bloques con acceso a La Moneda. Una lógica que pretende presentarse como bipolaridad partidaria, quizá hasta ideológica, pero que, tal como ha sido durante esta década y media, es un asunto de matices de un consenso en torno a la actual institucionalidad apoyada en un modelo de libre mercado. Una democracia de mercado cuya piedra angular es, precisamente, el mercado.
Una plataforma institucional compartida
La política es un apéndice del mercado. Stiglitz ha dicho que el neoliberalismo es un capitalismo de amigotes. La política contemporánea, diríamos, es una copia infiel de sí misma. Una labor de compadres, de conocidos no pocas veces emparentados y en muchas ocasiones vecinos. Gente que va a los mismos eventos sociales, lee los mismos periódicos, adopta las mismas modas y comparte, por lo general, los mismos valores. Hablamos del mismo club, de la clase política, de una nueva transversalidad.
Estas afirmaciones podrían refutarse y exigirse más precisión de este cronista. Por cierto es probable que surjan notables excepciones, las que permanecerían siempre siendo tales. La excepción confirma la regla. Sólo basta ver la televisión, hojear las revistas del corazón, mirar las páginas de vida social de los periódicos citadinos. Junto a figuras de la farándula, de ejecutivos y empresarios, el espacio está siempre bien balanceado: el resto de celebridades salta desde los tres poderes del Estado. Hay lugar para ministros y subsecretarios, para jueces y altos funcionarios, para la multitud de diputados y senadores. En la sociedad del espectáculo gozan protagonistas y espectadores. En la democracia televisiva disfrutan privilegiados y desposeídos.
Los políticos son una extensión del poder económico. Pertenecen a la misma clase, comparten la misma formación. El 57 por ciento de los políticos menores de 40 años viene de colegios particulares, lo que contrasta con la realidad nacional: sólo nueve de cada cien niños estudia en colegios privados. Un cuerpo de élite que piensa y actúa como élite a través de intrincadas y tácitas relaciones corporativas. El poder dominante en Chile parece no haber cambiado -salvo algunos lapsos- en los últimos doscientos años.
Bajo el pensamiento único (neoliberal) las diferencias se disipan y fusionan. El debate es sólo circunstancial, coyuntural. Es superficial y artificial. Se puede discutir sobre más o menos impuestos (siempre indirectos), más o menos policías, sobre la proporción del gasto público. Disentir del modelo político y económico establecido es un exabrupto en un salón con ex alumnos de colegio de barrio alto. Disentir es la incultura, el anacronismo, es abogar por la exclusión del club. Los modales de buena mesa y sus privilegios han permitido olvidar las falencias representativas, han logrado legitimar lo más espurio: el sistema electoral binominal.
Una campaña de consenso
Con esta plataforma institucional -compartida por ambos bloques- la campaña ha tomado cuerpo, en especial en esta segunda vuelta, rescatando, por parte de la derecha, nuestras telarañas y malas conciencias culturales. Aquellas denominadas con muy poca fortuna como “valóricas”, ya que bajo este concepto se incorporan hasta los “valores” más clasistas, racistas e intolerantes.
Es necesario, antes de introducirnos en el cuerpo de la campaña electoral, hacer algunas advertencias: la Concertación y el gobierno han levantado y hasta enviado al Congreso una de aquellas materias subterráneas, como lo es el desmontaje del sistema binominal. Podríamos hacer un reconocimiento a esta iniciativa. Sin embargo, como bien sabemos, ha sido un elemento electoral más, que, finalmente, ha mantenido inmóvil la institucionalidad.
La operación puede haber transparentado un poco más a la derecha para quienes tienen cierta capacidad de mirada, pero no ha logrado desmontar el antiguo y en cierta manera consolidado eslogan acerca de la estabilidad política que le otorga a Chile el sistema, del cual también la misma Concertación se ha beneficiado. La operación contra el sistema binominal emprendida por la Concertación y el gobierno, una decisión tomada de la noche a la mañana, pudo haber sido un guiño a la Izquierda, pero en nada ha afectado a la derecha que ha votado -se abstuvo, para ser más exactos- sin mayores inconvenientes contra el proyecto de ley. Tras el evento -débil, aislado y, en rigor, inútil- las aguas han vuelto a su cauce. Estos son los hechos, aun cuando en el programa de la Concertación está incorporado una vez más el desmantelamiento del sistema. A estas alturas no sólo en pedir no hay engaño, sino también en ofrecer.
Hechas las advertencias, regresemos a la campaña, la que ha estado conducida por la derecha en una maniobra que hábilmente no toca la institucionalidad, de la que ha sido creadora y centinela, sino que, en un nuevo ejercicio de ingeniería electoral, escudriña tanto en el imaginario más anquilosado de nuestra cultura como en la reedición de estrategias más recientes y no menos efectivas, como la reinstalación en los medios de los aún latentes casos de corrupción política. Todas estas tácticas electorales que hacen un rodeo en torno a la institucionalidad -tanto cultural, política como social y económica-, tienen como objetivo alguna emblemática figura de la Concertación.
Las destempladas declaraciones de finales de diciembre del alcalde de Independencia y de un académico de la Universidad Gabriela Mistral, que instaban al electorado a no votar por las fuerzas del mal (“hijos del maligno”) encarnadas en Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, aun cuando cargadas de una excesiva moralidad que linda con la parodia, son parte de una bien organizada operación de descalificación moral de la candidata de la Concertación. Se trata de una estrategia comunicacional basada más en el rumor, en el comentario informal del ciudadano, que en una clara enunciación del contrincante de Bachelet. El comando de Sebastián Piñera no hace directamente una acusación moral, sino que siembra tangencialmente la duda. En un país cuya conciencia moral pública está todavía manejada por los sectores más conservadores y reforzada por los medios de comunicación -que sólo liberan costumbres como parte de la diversión y el espectáculo-, estas descalificaciones, difundidas en varios tonos y desde diversas fuentes, instalan la sospecha.
¿Fundamentalismo o liberalismo?
¿Cómo puede funcionar una campaña de fundamentalismo moral en un país que se las da de moderno? ¿Por qué una derecha que intenta ser liberal eleva una campaña conservadora? La interpretación está en el terreno de la ingeniería electoral. Ni Piñera ni la UDI -aun cuando entre sus filas existen algunos con estos valores- defienden un proyecto de gobierno basado en el fundamentalismo moral o religioso. El objetivo de esta campaña del rumor está enfocado básicamente a las mujeres pobres lavinistas -cuyo perfil social y psicológico podemos intuir- y a algunos sectores profundos de la Democracia Cristiana. Cuando las encuestas marcan casi un veinte por ciento de indecisos vale cualquier campaña, sea del terror o una abierta y cínica descalificación.
La respuesta que hemos dado es una respuesta a medias. En una sociedad que se cree moderna, ¿cómo elevar un discurso fundamentalista sin arriesgar el apoyo de los sectores liberales? ¿Por qué Piñera, que ha intentado por más de una década alejarse de la derecha política confesional hoy adhiere a su discurso? Puede que con ello refuerce el voto de Lavín, pero, evidentemente, arriesga el suyo. Los votos en un tiempo sin militancia bien sabemos son perfectamente endosables.
La operación del comando de Piñera, si está bien argumentada, se apoyaría en un país cuya modernidad es una artificialidad más. Cuando hablamos de modernidad nos referimos no sólo a la tecnología, sino al apego democrático, al respeto de los derechos humanos, a los derechos de las minorías, a la tolerancia, al paso desde una sociedad culturalmente basada en las creencias a una basada en la racionalidad. Este es un salto que muchos teóricos estiman que Chile y Latinoamérica ya lo han dado a partir de la mitad del siglo XX, con los procesos de alfabetización masiva, industrialización, consumo masivo y acceso a los medios de comunicación de masas, pero no son menos los que consideran que vivimos en ambos mundos.
Y si tomamos en cuenta los pobres avances en educación, la calidad y contenidos de nuestra televisión, la mínima tasa de asociatividad y sindicalización, podríamos decir -no sin arriesgarnos a una polémica- que nuestro salto a la modernidad ha sido discontinuo, lleno de agujeros. Lo que sucede con la tecnología, con el acceso a las autovías, sucede también con el acceso al conocimiento y la cultura: la modernidad en todos los sentidos es un proceso discontinuo, plagado de hoyos, de áreas propicias para las creencias de sectores en los que aún mandan las tradiciones. Y si de tradiciones se trata, en Chile abundan las apoyadas en los prejuicios y la intolerancia. ¿Por qué? Porque así es la tradición. Las cosas son y deben ser como siempre han sido.
Lo que Piñera no dice pero sugiere es: “Señores, seamos razonables. ¿Cuándo una mujer ha gobernado Chile?”. “Señoras: ¿es bueno que una mujer atea y separada dé el ejemplo a sus hijos?”. En rigor, el candidato empresario no eleva un discurso moral, sino que pregunta, siembra la duda, estimula los más profundos atavismos culturales.
Estas dudas las eleva no cualquier figura, sino una personalidad política que se ha emplazado como una fuente más o menos confiable, capaz de generar empatía con una buena parte del electorado. Podríamos considerar al discurso político de Sebastián Piñera como un estereotipo tanto en sus contenidos como en su gestualidad. Un estilo comunicacional que podría tener, en principio, mucho más que ganar que perder entre los sectores indecisos o en las profundidades sociales, lo que los expertos denominan el voto oculto. Piñera, enfrentado a Bachelet, interpreta, canaliza la certeza del poder masculino: la seguridad en las opiniones, la imagen -real o artificial, no importa en este caso- del clásico líder político chileno.
Es a este estilo -que enfrenta abiertamente lo masculino con lo femenino- al que temen los asesores comunicacionales de Michelle Bachelet, quienes, en alguna ocasión, han admitido que en los debates en los medios de comunicación la candidata podría resultar menoscabada ante tan explosivo lenguaje. De una u otra manera, una figura política siempre es evaluada en nuestra conciencia colectiva como comunicador: facilidad de palabra, certeza en el discurso, gestualidad convincente, rapidez.
Las virtudes comunicacionales de Piñera podrían, sin embargo, jugarle en contra. La encarnación que hace del clásico político es también su fusión con la política más tradicional, aquella que no pocos electores, y tal vez con más fuerza los indecisos y apáticos, califican como corrupta, no representativa, oportunista. Piñera, al ser identificado con el típico líder, también se identifica con todos estos vicios, de los cuales, recordemos, Joaquín Lavín intentó desligarse durante muchos años.
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