Provoca indignación que la derecha -responsable de tantos crímenes y torturas, robos y negociados, incluyendo el despojo del Estado- pretenda ahora encabezar una campaña de "moral pública". Pero lo grotesco no impide que los hechos -que implican a parientes y amigos del presidente de la República en las redes del favoritismo-, constituyan un asunto muy feo. Como lo han sido también, durante la actual administración, los bochornosos casos Corfo-Inverlink y MOP-Gate, los puentes que se caen y las casas que se llueven, por citar los más conocidos.
La defensa del gobierno es impecable pero insostenible. No basta con que algo sea legal para que también sea irreprochable. Los negocios públicos no sólo deben ceñirse a leyes y reglamentos, sino también a la ley no escrita que prohibe abusar del poder en beneficio personal, de parientes, allegados o del propio partido. Esas normas intangibles constituyen un campo cuyas fronteras están delimitadas por el sentido común. Lo que el "común" considera que está bien o mal, lo que es correcto y lo que no lo es, aunque sea legal. Sin embargo, es la propia derecha la que ha instalado en Chile una moral de Tartufo, un doble discurso que ha modelado un país de hipocresías. La impunidad de delitos horrorosos y de robos vergonzosos, como los de Pinochet y su familia, ha terminado por legitimar un conjunto de otras acciones que, sin duda, violan la ética, y caen en el terreno del tráfico de influencias.
El poder en Chile es ejercido sin contrapeso ni control por una oligarquía financiera y política. Los miembros de esa élite consideran permisible todo lo que beneficie sus intereses particulares o corporativos. Han tenido buen cuidado de dictar leyes y reglamentos que les dejan las manos libres y, cuando es necesario, acuden a un apresurado "perfeccionamiento" jurídico o institucional para eludir cualquier sanción judicial o administrativa.
La cultura dominante fue diseñada a imagen y semejanza de esa oligarquía. Se la instaló con mano de hierro mediante la dictadura militar y se proyecta hasta hoy en la intangibilidad de la Constitución y de un modelo económico que entroniza la pillería como mecanismo para escalar posiciones. Esa "cultura" depravada entiende como bueno y moral el éxito económico a cualquier costo. Eso vale tanto para el país -que en realidad son las empresas-, como para los individuos. La oligarquía financiera tuvo la habilidad de compartir sus fines con otros estamentos sociales, reservándose para sí la cúpula del poder. Hoy participan en el sistema un elevado número de políticos y parlamentarios, profesionales, altos funcionarios, militares, jueces, sacerdotes, lobbystas, periodistas, etc. Se trata de una simbiosis en que distintos sectores cultivan una solidaridad de clase muy fuerte -no exenta a veces de contradicciones y disputas no antagónicas-.
Están entrelazados por motivos familiares e ideológicos, comparten formas de vida y valores, educan a sus hijos en los mismos colegios y universidades y viven en los mismos condominios amurallados. Configuran un entramado social difícil de entender porque entre sus miembros hay figuras de gobierno y oposición. Gente de derecha, centro e Izquierda. Gente que apoyó a la dictadura, que estuvo en contra o que sufrió su rigor. Ricos de antiguo cuño, avechuchos de la dictadura y nuevos ricachones de la Concertación. Miembros de la Masonería, el Opus Dei y de los Legionarios de Cristo. Todos revueltos en el cambalache del libre mercado.
El mecanismo que comunica a este conjunto es la antigua institución del "pituto" que conecta con el poder en todos sus niveles y sin el cual es imposible resolver cualquier problema por insignificante que sea.
No sé si fue Darío Sainte Marie, un gran inventor de palabras, quien creó el término. Pero a él se lo escuché por primera vez. Volpone, conocedor de la oligarquía de los años sesenta, hablaba del pituto soplando entre los dedos índice y pulgar, como inflando un globo, para graficar su funcionamiento. Antes, el pituto se llamaba "cuña". Una buena cuña valía su peso en oro. Servía para un empleo, un ascenso o un traslado, o para un fallo judicial, una licitación pública o un contrato con el Estado. Desde entonces, el pituto se ha masificado y el objetivo define su carácter e importancia.
Se ha consumado lo que un joven visionario, Ricardo Lagos Escobar, proveniente de esa clase media ilustrada que estudiaba gratis en el Instituto Nacional y en la Universidad de Chile, avizoraba en los años 60 en su libro La concentración del poder económico. La tendencia oligárquica, advertía, terminaría por crear "un super grupo, constituido por la unión de los más poderosos grupos económicos... Allí se encuentra la cúspide de la concentración del poder económico. Allí, en un reducido número de personas, termina el largo proceso de concentración de capitales". Y añadía que el capitalismo obtiene sus beneficios "a expensas de los grandes sectores de la sociedad, los aprovechan unos pocos y les permiten (a los capitalistas) continuar aumentando el poder económico que ya tienen".
Recuerdo al Ricardo Lagos de entonces, alto, delgado, un poco tímido, muy diferente de la imagen arrogante que hoy hace que se refieran a él como el "emperador" o "faraón". Lagos era un visitante ocasional de Punto Final, acompañando a su maestro, Alberto Baltra Cortés, gran figura del Partido Radical que a veces escribía en la revista.
Al Lagos partidario del socialismo, que casi fue embajador del presidente Allende en la URSS, le faltó analizar en su libro el rol del pituto en la formación del super grupo oligárquico. Pero entonces sólo era un veinteañero que ignoraba la red de favores que permite a un puñado de audaces convertir al país en un fundo. Hoy debe tener claro que la sed de poder de la cúpula oligárquica es tan insaciable como brutal es su ingratitud con los que utiliza para sus fines.
En Chile ha llegado el momento electoral para relevar a los actuales administradores del Gran Pituto que es el Estado. Se aproxima una elección presidencial y parlamentaria. La derecha quiere manejar el super pituto estatal sin intermediarios. Desconfía de la candidata concertacionista no porque sea socialista -lo que ya no asusta a ningún empresario- sino porque es un misterio. Busca seguridad para el sistema construido en las últimas tres décadas. Está midiendo a Piñera y Lavín y es probable que se quede con el primero, mucho más útil en un futuro ensamblaje con el centro político.
Las denuncias de la derecha contra parientes y amigos del presidente se enmarcan en este cuadro político. Son un tiro por elevación contra Bachelet, y seguirán otras iniciativas para quitarle piso político. Incluso explota las rivalidades dentro de la Concertación, cuyas pugnas traslucen las enigmáticas palabras del ex presidente Aylwin cuando dijo que los socialistas son demasiado "traguillas".
Lo que presenciamos no es una campaña de moral pública para terminar con el pituto como método de gobierno. Este seguirá reinando mientras la mayoría ciudadana lo acepte pasivamente y lo reproduzca en todos los niveles de la sociedad. El combate al pituto tiene que surgir desde abajo, porque ese método espúreo de obtener ventajas desconoce la igualdad de los ciudadanos y rebaja la dignidad del ser humano
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