Este año político será clave para echar las bases de un amplio frente antineoliberal que abra camino a un futuro gobierno de democracia participativa y justicia social. El debate y las propuestas electorales que se enfrentarán en estos meses ofrecerán las condiciones para una crítica a fondo, razonada y propositiva, del modelo neoliberal, y para levantar una alternativa que acumule fuerza para echar a andar un movimiento político-social robusto e independiente.
Sería una torpeza imperdonable no aprovechar esta oportunidad. Las limitantes, sin embargo, son muchas y algunas muy difíciles de vencer. Las principales son nuestras incapacidades, desconfianzas, prejuicios y temores. Esos factores nos han impedido durante estos años romper el cerco al que están confinadas las fuerzas del cambio. Las encuestas e investigaciones (incluyendo las de la ONU), reiteran una y otra vez que la mayoría de la población está descontenta con un modelo que sólo beneficia a un puñado de grupos económicos locales y de empresas transnacionales. Las estadísticas corroboran que Chile es uno de los países con mayor desigualdad en la distribución del ingreso -el 10% más pobre capta apenas el 1,1% mientras el 10% más rico se lleva el 42,3% del ingreso-. Las cifras oficiales demuestran que la injusticia social se ha hecho más profunda bajo los gobiernos de la Concertación. El acceso a educación, salud y vivienda de calidad es privilegio de una élite. El desempleo mantiene ocioso a medio millón de trabajadores. Los bajos salarios, las jornadas extenuantes y la precariedad del trabajo, el deterioro de las pensiones y jubilaciones, hacen cada vez más insegura la vida de la familia y más incierto un futuro, donde los derechos sociales no tienen ninguna salvaguardia.
Son millones los ciudadanos que sufren la terrible degradación social y cultural que produce el modelo neoliberal que los gobiernos de la Concertación -y en particular el de Lagos- han llevado a su máximo refinamiento. Jamás el empresariado había ganado tanto dinero como bajo el actual gobierno. Sin embargo, en el campo de los enemigos del neoliberalismo actuamos como si los únicos capaces de comprender la perversidad del sistema y anhelar su cambio fuesen los ciudadanos de Izquierda con sus pequeñas agrupaciones políticas. Objetivamente, hemos ayudado a crear la imagen de que el enemigo del neoliberalismo es sólo la minoría que en las elecciones presidenciales no supera el 5%. Como Izquierda hemos renunciado, hasta ahora, a jugar el papel que nos corresponde: articular un frente amplio, diverso y pluralista, de todos los sectores sociales y políticos cuyos intereses vitales tienen una infranqueable contradicción con el modelo neoliberal. No importa que estos o aquellos sean por ahora carne de cañón de los partidos de la Concertación o incluso de la propia derecha. Igual sufren la injusticia como el resto de la población, atrapada en un cepo sin alternativa.
Los derrumbes ideológicos ocurridos en el mundo -y en particular el traumatizante terrorismo de Estado que se vivió en Chile- explican el desbarajuste social y la enorme confusión de los alineamientos electorales de hoy. Pero esto no debería hacernos olvidar el abc de la estrategia del cambio: actuar sobre lo que el Che Guevara llamó el “denominador común” de los pueblos de América Latina, el Hambre del Pueblo (con mayúsculas, tal como lo escribió el Che en Subdesarrollo y Revolución), o sea -en sus palabras-: el “cansancio de estar oprimido, vejado, explotado al máximo, cansancio de vender día a día miserablemente la fuerza de trabajo (ante el miedo de engrosar la enorme masa de desempleados), para que se exprima de cada cuerpo humano el máximo de utilidades, derrochadas luego en las orgías de los dueños del capital”. Se teme, en algunos casos, perder la identidad partidaria, el bagaje de la propia historia, los vínculos entrañables, la cuota de poder de los pequeños espacios. Esto impide dar el salto que permitiría forjar una nueva identidad mucho más fuerte, integradora de historias grupales, capaz de librar una larga campaña de desgaste social, político e ideológico contra un sistema muy fuerte, hábil e inescrupuloso y que cuenta con una amplia reserva de recursos.
Existe también otra visión que compromete el éxito de la lucha contra el neoliberalismo. Es aquella que plantea que la estrategia de la Izquierda -considera por supuesto sólo a la minoría organizada que lleva ese nombre- consiste en crear una “tercera fuerza”, volver al esquema derecha, centro e Izquierda de la política chilena anterior al golpe del 73. Creemos que es un supino error por diversos motivos:
a) borra de un plumazo la experiencia histórica -ya sabemos adonde lleva esa política y por supuesto nadie está dispuesto a rehacer un camino cuyo desenlace se conoce-;
b) encajona a las fuerzas del cambio, que necesitan autonomía y amplios espacios de maniobra, en los compromisos de la institucionalidad neoliberal; y
c) desprecia considerar lo fundamental: que hoy la frontera social y política infranqueable es sólo aquella que separa a los defensores de los enemigos del neoliberalismo. Lo que hay que intentar es construir la fuerza hegemónica capaz de aislar a la minoría neoliberal y no volver a los tres tercios, en que el centro termina aliado con la derecha.
El modelo neoliberal no consiste sólo en el mercado, asignando cuotas de riqueza y felicidad entre unos pocos y amenazando la supervivencia de la especie humana. Neoliberalismo significa también la mercantilización de las relaciones sociales, de la política y la religión, de las instituciones y de la cultura, así como la degradación de los derechos, la dignidad y sentimientos más nobles de millones de hombres y mujeres. Es un sistema que arrebata el futuro a los jóvenes, que condena a la soledad y abandono a los ancianos y que destruye los lazos de solidaridad y diálogo entre los seres humanos. Desde luego para nosotros la única alternativa real a la depravación extrema del capitalismo neoliberal -aunque hoy en Chile no se atreva a decir su nombre- es el socialismo. Por supuesto un socialismo bien distinto de la brutal falsificación que se deshizo como pompa de jabón en Europa del Este. Para esto se necesita recrear un sistema de ideas nacidas de la lucha social y política e impregnadas de distintas corrientes ideológicas humanistas. Es la tarea a que convoca el presidente venezolano: inventar el socialismo del siglo XXI, como sostuvo en la reciente IV Cumbre de la Deuda Social en Caracas. De eso se trata -de inventar otro socialismo con el aporte de distintas corrientes- ante la evidencia de que a través del capitalismo esquizofrénico, como el que se practica en Chile, es imposible superar la pobreza y la desigualdad. Ideas como éstas son las que en América Latina pueden costar la vida, como ocurrió con Salvador Allende el 73 o con la amenaza que hoy se cierne sobre Hugo Chávez. Es el riesgo que hay que correr si creemos que otro mundo es posible.
En Chile, como sostiene un estudioso muy agudo y activo militante de la lucha social -el economista Rafael Agacino- la Izquierda ha regresado a la adolescencia. Construir la alternativa será más duro y complejo que en países donde el movimiento antineoliberal ya ha hecho la experiencia de derribar, elegir y sostener gobiernos contra el golpismo imperialista. En muchos sentidos se trata de comenzar de nuevo, pero dotados esta vez de una experiencia invalorable que debería evitarnos cometer los mismos errores o recorrer los caminos trillados del voluntarismo. En el seno de un amplio frente antineoliberal que proporcione dimensión y derrotero político a la lucha social, que respete la autonomía de las organizaciones y que acumule experiencia de poder desde la base, se podrá replantear una alternativa socialista en Chile. Esta, sin duda, será bien diferente a la de los ingenuos años 70
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