La bacanería típica del samario (entiéndanse por samarios a todos los habitantes de la ciudad) está siendo sustituida por una mezcla de arrogancia y servilismo, manifiesta en groseras conductas que no corresponden a quienes anhelan convivir en paz y con dignidad. Hoy en día, mucha gente considera que la amabilidad es síntoma de debilidad, por tanto se responde con irrespeto, y al despotismo se le tiene como símbolo de poder y se le rinde sumisión.
Cada vez más sucias, las calles, que a la vez son como la gran sala de nuestros respectivos hogares, se convierten en escenario de continuas afrentas donde la demostración de la fuerza ahoga cualquier razón. Sus pasillos o vías públicas evocan la arena del gran circo romano, con la notoria diferencia que aun cuando aquí no falta la sangre, sí el orden que seguía a la barbarie de la cual todos parecen disfrutar con mórbida ironía. Es común escuchar frases como ¡Bien hecho que se haya jodido!
Si analizamos el tráfico vehicular o peatonal, veremos cómo enjambres de motociclistas en conducta suicida o de abierta temeridad irrespetan sus propias vidas al operar sin sujeción a las normas de tránsito o llevar personas sin mínimas medidas de seguridad, tales como el uso del casco adecuado para la protección de la cabeza, en vez de considerarlos como simples elementos para evadir una multa. La errada creencia de que las normas legales y constitucionales son meros caprichos ‘transables’ es otro legado de una élite política que enseña una actitud distante frente a su cumplimiento.
De hecho, los legisladores o administradores creen que están por encima de toda legislación. ¡Al fin y al cabo, nosotros hacemos las leyes… tenemos inmunidad! Dicen algunos en círculos cerrados. Este ejemplo se ha difundido a la comunidad en todos sus niveles socioeconómicos, y se olvida que las normas mínimas de convivencia civilizada no han dependido, por supuesto, de los caprichos de estos personajes.
Bebés y familias enteras abordan una moto, una camioneta en los platones o van colgando de los vehículos; en fin, parece que la vida, como también se ha negociado en esta cultura de muerte, carece de importancia ya que tiene muy poco valor monetario y el crimen es una opción válida para algunos. Igualmente, los carros más grandes representan a los más fuertes y… así podría seguir describiendo hasta el cansancio este problema público de conducta que simplemente merece un poco de conciencia, racionalidad y autoridad didáctica que, claro está, no debe ser sectaria.
De lo que se trata es de que los motociclistas, mototaxistas, taxistas, conductores de buses, ciclistas, carretilleros, carro de muleros, transporte particular y hasta peatones no se debatan en un continuo derroche de agresividad que no comporta sensatez alguna, ya que aquí ¡nadie da la vía! Entre tanto, el Alcalde, en actitud ausente e indiferente, olvida que a él, siendo autoridad, le sería muy fácil armonizar los intereses de todos sin afectar los derechos de locomoción y trabajo de nadie. Organizar el uso de las vías e impedir el transporte suicida se constituye en una necesidad inmediata. Propongo para ello que las vías principales sean usadas por transporte público de acceso colectivo (buses, busetas) y taxis, y las secundarias con el mototaxismo en especial, sirviendo así de alimentadores de los buses, desde los barrios más distantes y haciendo recorridos cortos, restringiendo en las vías secundarias o en algunos barrios la circulación de buses y busetas. En fin, se trata de buscar acuerdos, generar cultura cívica, donde el transporte garantice la vida y el desplazamiento seguro y que no determine la muerte. Pero, ¿será que Santa Marta aguanta un día de autoridad?
La cosa ‘política’
En Santa Marta se ha confundido siempre la política con la politiquería, el poder con el abuso y la autoridad con la arbitrariedad. Los derechos humanos a los servicios públicos de acueducto y alcantarillado, salud y educación están mediados por las camarillas a las cuales pertenezcan los ‘aspirantes’ al servicio, su clase social y su vinculación a los podercitos parroquiales de la región. Se ha creído también que la política se equipara sólo a elecciones y presupuesto. Todo gira en torno al control del poder político y de gasto público, y en dicho afán los procesos ‘políticos’ se construyen con afán electorero, para entronizar a algunos y satanizar a otros. En fin, seguir resquebrajando y dividiendo las bases sociales para pelearse sectores comunitarios o de la administración pública, etcétera. ¡Divide y reinarás! exclaman satisfechos la politiquería y el sectarismo.
Hace dos años, la primera autoridad administrativa del departamento y el vocero de la academia pública regional (léase gobernador y rector de Unimag) llegaron en la radio nacional al fondo de la diatriba, luego de endilgarse crímenes y delitos que los sumen hoy en sendas tragedias personales y en la acostumbrada conversión de lo público en fortines propicios a la politización sectaria. Sé que el rector ha proyectado una imagen y pareciera que no ha percibido que día a día desmorona su logro al replicar lo que critica. En vez de instrumentalizar la universidad con fines electorales, debe retirarse de ésta para no hacerle daño, al menos mientras resuelve su situación judicial, al igual que su rival.
Santa Marta padece la enfermedad de apatía crónica de sus habitantes, que la hace vulnerable a intereses coyunturales. Basta ver el tema de Palangana, caracterizado por el silencio cómplice de todas las autoridades locales y regionales. Se trata del colector pluvial hacia Taganga y la indiferencia con una comunidad caracterizada por generaciones anteriores demócratas y solidarias, que se han resistido a ver su ensenada convertida en depósito de basuras, aguas residuales de alcantarillado, y ahora las que recoja el emisario pluvial. Es vergonzoso recordar que Taganga, a pesar de dos sentencias que se han logrado (una de la Corte Constitucional y otra del Tribunal del Magdalena), carece aún de saneamiento básico. Los contratos de concesión del Distrito, tales como el de R y T Interaseo, Alumbrado Público, son claros ejemplos de que lo importante para los administradores de lo público no es el servicio ni el patrimonio común y ciudadano sino el capital electoral y el gasto presupuestal con que se pueda contar.
Transformar la cultura y recuperar la bacanería implican aprender a no hacernos daño. Santa Marta necesita decirle no a la expansión portuaria carbonífera en su bahía, reemplazar más a corto que a mediano plazo las cargas de la sociedad portuaria para que no sean riesgosas a la salud o los proyectos turísticos, impulsar proyectos de cobertura y calidad en servicios públicos donde lo prioritario sea lo comunitario y no lo industrial, integrar sus parques nacionales naturales con fines educativos y recreativos para beneficio de todos los habitantes locales y regionales, y no de sólo unos pocos; exigir que la regulación de su explotación no haga inaccesible su disfrute a la mayoría, y al mismo tiempo conservar sus incomparables valores biológicos. También se necesita una política democrática de recuperación del espacio público y del centro histórico; de atención en salud, de atención a sectores vulnerables tales como desplazados, desempleados, vendedores ambulantes y desmovilizados, entre otros. Se trata de evitar que las fisuras sociales aumenten y asimismo se recupere el bienestar en términos generales. ¡Los niños no deben seguir arreando agua! Se debe acabar el paseo de la muerte… ¡La gente tiene un derecho universal a educarse!
No obstante los buenos propósitos, dice el Corán: “Bendito sea aquél en cuyas manos está el reino y tiene potestad sobre todo”. Sí. Santa Marta cuenta con muchos semidioses e ídolos puestecitos en sus altares, con sus protuberantes y aquilinos talones, sus prolongados y oscuros crepúsculos, y con sus habitantes expuestos a sus caprichos. En este momento cabe preguntar ¿Qué haremos los ciudadanos?
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