Señala Carlos Monsiváis que la atmósfera del narcotráfico es un componente esencial del México del siglo XXI. En su afirmación no existe ningún dejo de falta de verdad, pues la cultura de la violencia se ha asentado en el país generando desequilibrios sociales que impactan en la convivencia cotidiana y redefine acciones gubernamentales que, sin embargo, resultan inoperantes ante el grado de penetración de esta actividad delictiva en las esferas de justicia.
Para el caso mexicano, ha resultado un error combatir al narco desde la lógica de la violencia, sin reconocer que el narco ha tratado de constituirse en una fuerza que genera sus propios espacios de influencia y de control de zonas del territorio nacional.
Una profesionalización del trabajo de prevención y combate requiere de una fuerza del orden con salarios dignos. Además, la profesionalización no debe circunscribirse a los cuerpos de elite o los cuerpos creados ex profeso para apoyar en las acciones de combate a la delincuencia. Señalamos lo anterior en momentos en que el reclutamiento de exmiembros del Ejército para formar parte de los grupos delictivos es una actividad inocultable. El narco ha generado su propia estructura como una empresa, lo realiza con miras a establecer escalafones, bonos, y una serie de prestaciones de los que la prensa ya ha hecho mención en varias ocasiones.
La estrategia de combate no sólo manifiesta deficiencias. Las políticas de prevención adolecen de una amplia difusión en el núcleo de población expuesta; la población joven del país reconoce su consumo, reconoce que el tráfico de drogas forma parte de su acontecer diario. Para ello, no mostremos un indicador de combate al crimen como un asunto de guerra genérica, donde una buena pregunta es ¿cuántos muertos más, señor presidente?, para cambiar la estrategia, para modificar los programas, y en lugar de combate permanente, establecer la prevención permanente.
Ante la presencia del narco, los gobernantes son actores incapaces de brindar respuestas; su optimismo manifiesta una incomprensión de la problemática que envuelve el tema, pues, desde su espacio territorial, el narcotráfico es un asunto que merece atención si alcanza proporciones de ingobernabilidad, y ni siquiera ahí el gobernante tiene la respuesta contundente. Es entonces cuando aparece el Ejército para “resolver” lo irresoluble. Como problema, el narcotráfico alcanza cada uno de los tejidos sociales que componen al país. Los asesinatos alteran la composición de la familia. En el ámbito del individuo, este problema se complica como esa figura mítica de Jano; sin embargo, a pesar de múltiples ítems que se ven reflejados, el narco es, sin duda, una industria con capacidades de operación que rebasan los distintos órdenes de gobierno.
Por eso, hoy la fuerza que define al Estado se encuentra sometida a la incapacidad de los administradores de los gobiernos locales y federales para dotar de un eficiente programa que por lo menos tenga una viabilidad de contención de los graves problemas que aquejan a la sociedad. Tal como Contralínea lo ha documentado el gobierno de Felipe Calderón tan sólo aspira a acotar el crimen organizado. No más.
Que existan grupos, células de criminales, rondando los caminos y municipios de entidades federativas, nos permite imaginar un cuadro que anteriormente no se había considerado: el crimen se encuentra en la raíz de la estructura de la organización política del Estado mexicano.
Veamos el siguiente escenario: con un primer vistazo, tenemos que los recursos que van a caer a los municipios son utilizados en asuntos que van desde servicios públicos hasta el cubrir los sueldos de funcionarios municipales, pasando por el pago de la fuerza pública. Ya hace algún tiempo, la ciudad de Tijuana reportó que el equipo de los policías no era el más adecuado para enfrentar al crimen organizado, incluso se sospechaba que ellos eran miembros del grupo delincuencial o que proveían de seguridad a estos actores. El clamor de policías es la falta de equipo que permita hacer frente a los grupos que constantemente acechan sus cuarteles, incluso atacándolos con armas de calibres exclusivos del Ejército.
Incluso pareciera una estructura con una capacidad de trasmisión de datos e información que sobrepasa la capacidad de vigilancia de los gobiernos locales. Hay demasiadas preguntas en el ambiente: ¿quién coloca las mantas con que los narcos anuncian sus actos que se convierten en acciones de fuerza? ¿Quién permite el despliegue de autos por las carreteras nacionales sin que se considere que en ellos pueden ir una decena de cuerpos acribillados?
Mientras, el dilema de las demarcaciones territoriales de todo el país está en comprar patrullas para la prevención del delito o comprar equipo para prestar un óptimo servicio público. El crimen sigue realizando ejecuciones que reproducen un alto grado de inestabilidad y se traducen, en el espacio ciudadano, en un temor generalizado que impacta en la percepción de eficacia del gobierno.
Así, hoy tenemos una tensión permanente entre programas de lucha contra el crimen organizado y las cifras que arroja el enfrentamiento entre el crimen organizado y las fuerzas del orden, las cuales, en esta guerra, van perdiendo a pesar de que la publicidad oficial nos diga lo contrario. Sería bueno saber cuánto se gasta en estos mensajes y compararlo con los recursos que los municipios aplican en cuestiones de seguridad pública. Seguramente no sería ninguna sorpresa saber que el gasto gubernamental en sus campañas mediáticas y el gasto municipal ni siquiera se equiparan en porcentaje. Estamos ante acciones que desde el centro no resuelven nuestro problema de seguridad, por el contrario, los municipios están atados de manos entre satisfacer las necesidades básicas de servicios públicos o enfrentar al crimen organizado. Y hasta el día de hoy, ya sabemos cuál es el resultado.
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