Más allá del enfático llanto de Occidente por la adhesión de Crimea a la Federación Rusa, lo verdaderamente interesante sería saber si se trata de un fenómeno aislado o si estamos ante el inicio de una tendencia más generalizada de Europa oriental a inclinarse hacia Moscú. Al no tener otra cosa que ofrecer, aparte de la ya harto conocida sumisión a la burocracia de Bruselas, la Unión Europea teme que sus actuales clientes puedan sentirse atraídos por la libertad y las posibilidades financieras de Moscú.
Los occidentales siguen lanzando alaridos de denuncia contra la «anexión militar» de Crimea por parte de Rusia. Sostienen que Moscú, en un regreso a la «doctrina Brezhnev», amenaza la soberanía de todos los Estados que fueron miembros de la desaparecida Unión Soviética o del también desaparecido Pacto de Varsovia y que se prepara para invadirlos, al estilo de lo sucedido en Hungría –en 1956– y en Checoslovaquia –en 1968.
¿Es eso cierto? Es evidente que ni los propios occidentales están convencidos de la inminencia del peligro. A pesar de estar desplegando una retórica que asimila la «anexión» de Crimea por parte de Vladimir Putin a la de los Sudetes por Hitler, nada indica que de verdad piensen que el mundo se dirige hacia una Tercera Guerra Mundial.
Lo cierto es que no han hecho más que adoptar unas cuantas sanciones teóricas contra unos cuantos dirigentes rusos –incluyendo dirigentes de la propia Crimea– bloqueando sus cuentas bancarias, si las tuviesen o quisiesen abrirlas, o prohibiéndoles viajar a Occidente, si tuviesen ganas de hacerlo. Es cierto que el Pentágono envió 22 aviones de combate a Polonia y a los países bálticos, pero no tiene intenciones de pasar de ahí, al menos por el momento.
Entonces, ¿qué pasa? Sucede que desde la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, y la posterior Cumbre de Malta, celebrada el 2 y el 3 de diciembre del aquel mismo año, Estados Unidos había estado ganando terreno, constantemente y violando una y otra vez sus propias promesas, al incluir uno a uno todos los Estados europeos –menos Rusia– en la OTAN.
El proceso comenzó sólo días después, durante la Navidad de 1989, con el derrocamiento de Ceausescu en Rumania y su reemplazo por otro dignatario comunista, Ion Iliescu, súbitamente convertido al liberalismo. Era la primera vez que la CIA organizaba un golpe de Estado a la vista de todos, poniéndolo en escena como si fuese una «revolución» gracias a un nuevo canal de televisión: CNN International. Comenzaba así una larga serie.
Seguirían una veintena de países, seleccionados como blancos y abatidos a través de medios igualmente fraudulentos: Albania, Alemania Oriental, Azerbaiyán, Bosnia-Herzegovina, Bulgaria, Croacia, Estonia, Georgia, Hungría, Kosovo, Letonia, Lituania, Macedonia, Moldavia, Montenegro, Polonia, Serbia, Eslovaquia, Eslovenia, la República Checa y Ucrania.
En la Cumbre de Malta no se firmó ningún documento. Pero el presidente George Bush padre, con Condoleezza Rice como consejera, contrajo un compromiso verbal: ningún Estado miembro del Pacto de Varsovia sería aceptado en la OTAN.
En realidad, la ex RDA o Alemania Oriental fue incorporada de facto a la alianza atlántica al pasar a formar parte de la RFA. Y así se abrió la puerta. Actualmente, son 12 los Estados ex miembros de la URSS o del Pacto de Varsovia que se han convertido en miembros de la OTAN. Los demás están en espera.
Pero, «hasta las mejores cosas se acaban». Hoy se tambalea el poderío de la OTAN y de su ala civil, la Unión Europea. Es cierto que la alianza atlantica nunca había tenido tantos miembros, pero sus ejércitos son poco eficaces. Su desempeño es satisfactorio cuando se trata de teatros de operaciones pequeños, como Afganistán, pero ya no pueden entrar en guerra contra China, ni contra Rusia sin tener la derrota como única garantía, como ya hemos podido ver en Siria durante el verano de 2013.
En definitiva, los occidentales se han quedado estupefactos ante la rapidez y eficacia de los rusos. Durante los juegos de Sochi, Vladimir Putin se abstuvo estoicamente de hacer cualquier comentario sobre lo que sucedía en la plaza Maidan. Pero reaccionó en cuanto tuvo las manos libres. Y todos pudieron comprobar entonces que estaba utilizando las cartas que había estado preparando durante su largo silencio. En pocas horas, fuerzas pro-rusas neutralizaron las tropas de Kiev presentes en Crimea mientras que se organizaba en Simferopol una revolución para llevar al poder un equipo pro-ruso.
El nuevo gobierno de Crimea convocó un referéndum de autodeterminación que registró un verdadero tsunami pro-ruso. Y después, las tropas oficiales rusas hicieron prisioneros a los militares que aún esperaban órdenes de Kiev. Y todo sin disparar un tiro, con excepción de los que hizo un francotirador ucraniano pro-OTAN arrestado en Simferopol cuando ya había abatido una persona de cada bando.
Hace 20 años, la población de Crimea seguramente habría votado en contra de Rusia. Pero hoy en día, y tratándose de garantizar su libertad, esa misma población confía más en Moscú que en Kiev, donde un tercio del gobierno está en manos de los nazis y los otros dos tercios se hallan en manos de los representantes de los oligarcas. Además, el Banco de Rusia se encargó inmediatamente de apuntalar la economía, hasta entonces en quiebra, de esa población mientras que –a pesar del FMI y de los préstamos prometidos por Estados Unidos y la Unión Europea– Kiev está condenado a un largo periodo de pobreza.
No hacía falta hablar ruso para tomar una decisión al respecto. Prueba de ello es el hecho que, contrariamente a lo que afirma la propaganda occidental, los musulmanes tártaros se pronunciaron en el mismo sentido que los rusófonos. Lo mismo decidió el 88% de los militares ucranianos estacionados en Crimea, y se pusieron del lado de Moscú con la firme intención de traer sus familias a Crimea y de obtener para ellas la nacionalidad rusa. También tomó esa decisión el 82% de los miembros de la Marina de Guerra de Ucrania que se hallaban en el mar. Muy felices de convertirse en rusos, esos marinos optaron por Rusia –con sus navíos y todo– sin haber sufrido ningún tipo de presión.
La libertad y la prosperidad, que Occidente utilizó como argumentos de venta durante casi 70 años, han cambiado de bando.
No se trata de afirmar aquí que Rusia es perfecta sino de tomar nota del hecho que para la población de Crimea, y en realidad para la mayor parte de los europeos, Rusia parece hoy más atractiva que el campo occidental.
Es por esa razón que la independencia de Crimea y su adhesión a la Federación Rusa constituyen una inversión de la situación. Por vez primera un pueblo ex soviético decide libremente reconocer la autoridad de Moscú. Lo que ahora temen los occidentales es que ese hecho tenga un efecto comparable a la caída del muro de Berlín, pero en el otro sentido. ¿Qué impide que Estados miembros de la OTAN –como Grecia– o simplemente miembros de la Unión Europea –como Chipre– sigan ese mismo camino? Se disolvería así el campo occidental y se hundiría en una fuerte depresión… como la Rusia de Yeltsin.
Se plantearía entonces la supervivencia de Estados Unidos. La disolución de la URSS supuestamente debía haber provocado la de su enemigo –y sin embargo interlocutor– ya que, también supuestamente, las dos superpotencias sólo existían por oposición entre sí.
Pero no fue eso lo que sucedió. Al verse libre de su competidor, Washington se lanzó a la conquista del mundo, globalizó la economía e instaló un nuevo orden. Hubo que esperar aún 2 años y un mes hasta la disolución de la Unión Soviética y la caída del muro de Berlín. ¿Quiere eso decir que asistiremos en poco tiempo a la disolución de Estados Unidos y de la Unión Europea en varias entidades, como dice Igor Panarin en los cursos que imparte en la Academia diplomática de Moscú? El derrumbe se aceleraría en la medida en que Washington reduzca las subvenciones a sus aliados y en que Bruselas recorte sus fondos estructurales.
No hay razón para ver con recelo el atractivo de Rusia ya que se trata de una potencia imperial pero no imperialista. Si bien Moscú tiene tendencia a tratar con rudeza a los pequeños países que protege, lo cierto es que su objetivo no es extender su hegemonía recurriendo al uso de la fuerza. Su estrategia militar es la «denegación de acceso» a su propio territorio. Sus fuerzas armadas son las primeras del mundo en materia de defensa antiaérea y de defensa antibuques. Son capaces de destruir flotas enteras de bombarderos y portaviones. Pero no están equipadas para lanzarse a la conquista del mundo, ni desplegadas en incontables bases militares en el extranjero.
Resulta particularmente sorprendente oír a los occidentales denunciar la adhesión de Crimea a la Federación Rusa como una violación de la Constitución de Ucrania y del derecho internacional. ¿No fueron ellos quienes desmembraron la URSS y Yugoslavia? ¿No fueron ellos quienes quebraron el orden constitucional en Kiev?
El ministro alemán de Relaciones Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, deplora una supuesta voluntad rusa de «cortar Europa en dos». Pero la Rusia que se liberó de la dictadura burocrática soviética no tiene intenciones de restaurar la cortina de hierro. Es Estados Unidos quien pretende dividir Europa en dos partes para evitar la hemorragia hacia el este. Conclusión: la nueva dictadura burocrática no está en Moscú sino en Bruselas y se llama Unión Europea.
Washington ya está tratando de “amarrar” a sus aliados para que se mantengan en su propio bando, desarrollando su cobertura en materia de misiles en Polonia, Rumania y Azerbaiyán. Ya se sabe que su famoso «escudo» nunca estuvo concebido para detener misiles iraníes sino para atacar Rusia. También está tratando de empujar a sus aliados europeos a la adopción de sanciones económicas que paralizarían el continente y provocarían una huida masiva de los capitales hacia… ¡Estados Unidos!
El alcance de esos ajustes es de tal magnitud que el Pentágono está analizando la posibilidad de interrumpir su «giro hacia el Extremo Oriente», o sea el desplazamiento de sus tropas de Europa y del Medio Oriente para posicionarlas con vistas a una guerra contra China. En todo caso, toda modificación de su estrategia a largo plazo desorganizaría todavía más sus fuerzas armadas, tanto a corto como a largo plazo. Y mucho más de lo que esperaba Moscú, que mientras tanto observa con deleite las reacciones de la población en el este de Ucrania y –¿por qué no?– también en Transnistria.
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