La II Declaración de La Habana, aprobada por aclamación en Asamblea General del pueblo reunido en la Plaza de la Revolución José Martí, el 4 de febrero de 1962, no puede verse como un hecho aislado y limitado en el espacio, sino como un documento histórico que trascendió su tiempo, y tuvo un alcance latinoamericano y caribeño.
Lo ocurrido unos días antes de esa fecha en Punta del Este, Uruguay, no fue un hecho fortuito. Eran tiempos de gobiernos títeres en el continente, donde Estados Unidos dominaba la América como a un rebaño y no podía permitir que Cuba saliera del redil.
Con la derrota de la invasión de Playa Girón en 1961, superada la Crisis de los Misiles, y resistiendo la feroz guerra económica impuesta desde Washington, la Isla mandaba un mensaje peligroso para los intereses yanquis.
Punta del Este marcó un momento de inflexión, pues para tratar de opacar la luz que emanaba del ejemplo cubano, la administración de Kennedy lanzó la “magnánima” Alianza para el Progreso (entrega de préstamos masivos) y a cambio solicitó la expulsión de Cuba del seno de la Organización de Estados Americanos (OEA).
Era la Roma americana -como bien la calificara José Martí en su tiempo- exigiendo a sus lacayos sumisión total.
Paradoja del destino de una desprestigiada OEA, los gobiernos “democráticos”- apurados por complacer al amo- ni siquiera alzaron tímidamente la voz para condenar las agresiones que por más de tres años sufriera la pequeña ínsula.
“Cuba, decían, se adhirió al marxismo-leninismo y el alineamiento con el bloque comunista quebranta la unidad y solidaridad del hemisferio”. Por tal motivo accedieron a expulsarla de la OEA y rompieron relaciones.
Era obvio que la Cuba de Fidel “quebrantara” la unidad de gobiernos como el de Duvallier, en Haití, Anastasio Somoza, en Nicaragua, y el de otros “ilustres” demócratas. Únicamente México no cedió a la presión imperial.
Tampoco lograron imponer su propósito de ahogarla económicamente ni de sofocar la llama de la independencia cubana.
La Octava Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, celebrada en Punta del Este, el 31 de enero de 1962, fue histórica, entre otras cosas, porque rompió la unanimidad de criterios de ese ministerio de colonias yanqui.
Cuba, en la voz de su líder, respondió enérgicamente el cuatro de febrero con la Segunda Declaración de La Habana.
¿Por qué, preguntó Fidel en su discurso en la Plaza de la Revolución, acusan a Cuba de subversiva? Para a continuación argumentar: porque hizo realidad el reparto agrario, acabó con el analfabetismo, expandió los servicios médicos, nacionalizó a los monopolios, armó al pueblo, recuperó la soberanía nacional y concretó reivindicaciones largamente sentidas por los cubanos.
El documento también condenó la traición de los gobiernos del continente, la realidad social de esos pueblos y la explotación del capital financiero sobre los países subdesarrollados.
Además, su exhaustivo análisis de la región lo convierte en un texto con una vigencia extraordinaria.
La II Declaración de La Habana advierte sobre el peligro de la intervención norteamericana en la política interna de América Latina: ¿Acaso puede alguien dudar que lo ocurrido hoy con Venezuela, Ecuador, Bolivia y otras naciones progresistas no lleva el sello “Made in USA”?
¿Quién patrocinó los golpes de stado en la región, asesinó presidentes, adiestró torturadores y asesinos y cercenó la democracia, cuando esta posibilitó el acceso al poder de gobiernos que no le eran afines a los intereses imperialistas?
¿En qué parte del camino se perdieron los “beneficios” de la prometida Alianza para el Progreso? ¿Quizás en el financiamiento de una carrera armamentista o de la subversión interna en naciones de izquierda, sin tener en cuenta a los millones de personas que mueren carentes de sus más elementales derechos humanos?
Advierte también el histórico documento que las revoluciones pueden llegar por cauces pacíficos o nacer al mundo después de un parto doloroso, en dependencia de las fuerzas reaccionarias que se resisten a dejar nacer la nueva sociedad.
El avance de las oligarquías en el continente, fruto de la guerra económica y mediática, entre otros, entraña sin dudas el peligro de que las armas vuelvan a retumbar en campiñas redentoras, para hacer parir revoluciones autóctonas que arrastren las costras del coloniaje avasallador.
En Punta del Este el griterío lacayuno no permitió escuchar la voz de Cuba. Pero en su lugar se alzó una Declaración, apoyada a mano alzada por su pueblo en apoyo a la viril respuesta, que legó su perpetuidad histórica en los pasajes más trascendentales de la gesta libertaria del continente. (ACN)
Agencia Cubana de Noticias
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