Indignación ha provocado la sentencia de la Corte Suprema que eximió de responsabilidad en la contaminación del río Cruces a la empresa Celco y su planta de celulosa Valdivia. Se basó en un supuesto informe técnico aportado por la empresa, que resultó falso ya que se tomó el nombre de un instituto científico de la Universidad de Concepción que no sostiene lo que se le atribuyó. Justificadamente surgieron sospechas de presiones y connivencia.
Celco pertenece al grupo Angelini, uno de los dos más importantes de Chile. Además, existen informes técnicos que sindican a Celco como responsable de la contaminación, al punto que la propia empresa ha decidido medidas correctivas. Las sospechas aumentaron cuando la Suprema no actuó de oficio para revocar la sentencia generada con datos falsos. "No se reclamó a tiempo", dijo uno de los ministros.
Celco hace ostentación de su poder. Dado el monto de la inversión -cerca de mil 500 millones de dólares- pretende que se pasen por alto sus reiteradas infracciones a normas medioambientales. Tiene padrinos poderosos capaces de gestiones que "ablanden" a funcionarios y magistrados.
No se trata, desgraciadamente, de un hecho aislado. Coexisten en la Suprema rémoras del pasado pinochetista con una tendencia modernizadora que desea administrar justicia correctamente, y devolver prestigio a los jueces. Se enfrentan también visiones tradicionales y modernas. Expresión de estas pugnas fue hace unos meses la instrucción que el Pleno del máximo tribunal, con sólo dos votos en contra, dio a los jueces que llevan procesos por violaciones a los derechos humanos para que cerraran los sumarios dentro de determinado plazo. Era en verdad una orden, dado los mecanismos de calificaciones y ascensos a que están sometidos los jueces. Y esa orden era claramente inconstitucional, porque la ley no fija plazo, de manera que al hacerlo la Corte Suprema se estaba atribuyendo potestad legislativa. La protesta de organizaciones de derechos humanos, abogados, parlamentarios y de los propios jueces y, sobre todo, la amenaza de una acusación constitucional, hizo que se dejara sin efecto la instrucción. Habría sido otro paso hacia la impunidad en que están interesados diversos actores, incluso al interior del gobierno.
Esta tendencia ha tenido otra manifestación en estos días. Con dos votos contra uno la quinta sala de la Corte de Apelaciones de Santiago aplicó el decreto-ley de amnistía de 1978 y revocó el fallo condenatorio de primera instancia contra Manuel Contreras, Pedro Espinoza, Miguel Krassnoff y otros dos integrantes de la Dina por el secuestro de Diana Arón, militante del MIR. La sentencia dictada por el ministro Víctor Montiglio, contumaz pinochetista, y la abogada integrante Angela Radovic, fue calificada como "acto de coraje cívico" por El Mercurio y significaría la impunidad si es ratificada por la Corte Suprema, a pesar de su carácter vergonzozo que contradice, por lo demás, sentencias dictadas por ella como tribunal de máxima jerarquía.
Las debilidades del Poder Judicial no aparecen sólo en las sentencias. Se advierten también en el comportamiento funcionario y personal de diversos magistrados, como esa jueza de menores de Santiago que dictó cientos de sentencias y resoluciones en pocas horas para acceder, según se dice, a un bono de productividad. La investigación hizo salir a luz innumerables denuncias en su contra por arbitrariedad, conducta agresiva y humillante hacia solicitantes -incluso abogados- y evidente autoritarismo. Abusos que no llamaron la atención de sus superiores, que durante años la calificaron con nota máxima.
Hace mucho tiempo que la Corte Suprema es objeto de cuestionamientos serios. Debe ser reformada a fondo. Es preciso que se conozcan la corrupción y el escándalo que ocultan los tribunales y la aparente respetabilidad de los magistrados. Los jueces deben dejar de ser intocables, aunque sea necesario acusar constitucionalmente a los que incurran en "notable abandono de sus deberes"
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