En el castillo de Chapultepec, en México, con la mediación de las Naciones Unidas, el gobierno derechista de ese pequeño país centroamericano y la Comandancia General del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) firmaron el acta de paz, que también constituía un compromiso de reformas en esa nación.
Entre 1980 y 1991 El Salvador se sumió en un conflicto interno tras el cual se movían las manos de Estados Unidos, para el cual el régimen salvadoreño constituía una pieza clave de su plan de guerra sucia para toda Centroamérica.
Poco importaban a Washington las condiciones y hechos que obligaron a la insurrección popular allí: El cierre de espacios a organizaciones sociales, sindicales y políticas, la feroz represión al movimiento popular, incluido el asesinato de monseñor Oscar Arnulfo Romero y la desigual distribución de la riqueza.
Batallones elites formados y asesorados por oficiales de Estados Unidos masacraban en los escenarios de guerra a la población civil, mientras en las áreas rurales los escuadrones de la muerte actuaban con toda impunidad, incluso contra ciudadanos norteamericanos.
Aquella contienda costó más de 75 mil muertos, ocho mil desaparecidos y 40 mil discapacitados. El fin de la guerra evitó que la sangría continuara, pero no trajo consigo el procesamiento judicial de los violadores de los derechos humanos, como tampoco consiguió la justicia social para la mayoría de los salvadoreños, antes desposeídos y hoy en igual situación, ahora agravada por los efectos del neoliberalismo.
Quince años después de la firma de los acuerdos en Chapultepec, cientos de salvadoreños que fueron torturados, vejados y mutilados, siguen sin recibir compensación alguna del Gobierno.
No hay un violador o asesino que haya sido llevado a la justicia por aquellos crímenes que ocuparon planas en periódicos de todo el mundo, e incluso algunos de los más altos responsables, comprometidos con la muerte de religiosos norteamericanos, viven tranquilamente en USA.
El actual gobierno del presidente Antonio Saca, al conmemorar la efeméride, ha rendido honores al ex mayor Roberto D’ aubuisson, considerado el padre político del oficialista partido Alianza Republicana Nacionalista (AREMA) pero también de los escuadrones de la muerte que sembraron de luto al país en aquellos años.
Resulta una verdadera afrenta a las víctimas de aquellas prácticas de muerte que fueron apadrinadas por las autoridades de turno en la Casa Blanca, y actuaron en contubernio con la CIA y otras agencias de seguridad estadounidenses.
Es por eso que los asesinatos de monseñor Romero y de los sacerdotes y monjas jesuitas, continúan en la impunidad a pesar de que se han denunciado hasta en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
También por esos motivos es que a contrapelo de las celebraciones oficiales, organizaciones populares aprovecharon para reclamar justicia y rendir honores ante el monumento a los caídos y desaparecidos.
Entretanto, una encuesta del diario local La Prensa Gráfica indica que el 64,6 por ciento de los salvadoreños consideran vigentes las causas que originaron la guerra. Otra buena razón para cuestionar el jolgorio gubernamental.
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