Volverá este 11 de septiembre el saliente presidente George W. Bush a ensayar cara compungida con destino a los medios de prensa, mientras las familias de las víctimas de ese día del 2001 en las Torres Gemelas, de Nueva York, rememorarán con dolor y respeto a sus muertos.
La nación norteamericana se conmoverá ante el dantesco recuerdo, y habrá hasta quienes aprovechen la consternación revivida para exaltar la “guerra mundial contra el terrorismo” y la prolongada y costosa ocupación militar en Iraq y Afganistán.
Otros, en cambio, seguirán preguntándose a siete años de la tragedia hasta dónde ese brutal acto constituyó o no un hecho promovido y alentado por los grandes intereses, que en los Estados Unidos han hecho de las consecuencias del crimen un negocio redondo en materia de conquistas energéticas y gastos belicistas.
Lo cierto es que no faltan sospechas de un complot al estilo de la más refinada mafia norteña. Raro en extremo resulta, por ejemplo, que todo el enmarañado aparato de inteligencia de La Unión, que se dice el más sagaz del planeta, nunca pudo sospechar de los militantes árabes que en plena Florida aprendían a pilotear aviones.
Y –casualidad— los terroristas fueron tan condescendientes que lanzaron los aparatos sobre las Torres en horas tempranas de la mañana, como para que no hubiese un solo alto ejecutivo muerto y si muchos mozos de limpieza, mensajeros, ascensoristas y custodios, la mayoría inmigrantes o trabajadores norteamericanos, a quienes se unirían después policías y bomberos, también humildes ciudadanos.
Mientras, en el Pentágono, sobre el que se dice fue estrellado ese día otro avión, nunca aparecieron restos de nave aérea alguna, ni siquiera las seguras “cajas negras”, porque, se informó, toda evidencia se fusionó en medio de las llamas.
En tanto, para otros expertos, lo ocurrido en el Departamento de Defensa fue lo más parecido al impacto de un misil Crucero de mediano alcance, tanto por la configuración de la explosión como por la falta de restos que digan otra cosa.
En fin, que mientras el Presidente y su corte recen y proclamen venganza global, y los familiares de las víctimas confirmen su congoja y su desconsuelo, las nubes de la incertidumbre seguirán rondando el cielo.
Y nadie se sorprenda si en 20, 30 ó 50 años, el inefable Departamento de Estado desclasifique documentos donde se explique que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 no fueron otra cosa que un complot de los halcones imperiales, para intentar imponerse y saquear por la fuerza al resto del orbe.
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