En 1787 Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro norteamericano, exhortaba a crear el gran sistema americano, superior a cualquiera otra potencia trasatlántica. Para lograrlo proponía constituir: “(…) un imperio colonial americano que incorpore a la unión los demás territorios de América, aun bajo el dominio colonial de potencias europeas, o las coloque, al menos, bajo su hegemonía”
Este artículo es la continuación de: « Orígenes de las pretensiones anexionistas norteamericanas »
Tal expresión dejaba bien claro que para Estados Unidos solo había una máxima con respecto a Cuba, y el tiempo así lo demostraría: para España mientras no pudiera estar en la órbita norteña; para los cubanos, nunca. La posibilidad de la independencia o autodeterminación quedaba desterrada de toda posibilidad.
En 1805 Thomas Jefferson proclamó, con absoluta claridad, la intención oficial de apoderarse de la Isla al plantear que en caso de guerra entre España e Inglaterra, Estados Unidos se apoderaría de Cuba por necesidades estratégicas para la defensa de la Florida y Lousiana.
Paralelamente tantearía la situación sondeando la posibilidad de una inmediata anexión, como aconteció en 1808 al producirse la invasión francesa a España, momento que aprovechó para proponer al gobernador en la Isla, Salvador de Salazar, Marqués de Someruelos, la separación de España y el estrechamiento de vínculos con Estados Unidos, aunque la propuesta fue rechazada.
Progresivamente esos intereses anexionistas se irían incrementando y perfilando, tanto desde Norteamérica hacia la Isla, como de algunos terratenientes criollos que vacilantes a emprender el camino de la independencia, e inconformes con la administración española, vieron en la anexión la solución a sus insatisfacciones.
En esas circunstancias se producirían intercambios mutuos, pero sin llegar aún a comprometerse en nada.
No sería hasta 1823, bajo la iniciativa del secretario de Estado, John Quincy Adams, que se perfila más esa aspiración anexionista con la conocida política de la “fruta madura”.
Esta proyección defendía el criterio de que Cuba, al igual que Puerto Rico, por su posición, eran apéndices naturales del continente americano, y especialmente la primera por cuestiones de índole política, comercial y geográfica. Al respecto argumentaban que resultaba “(…) indispensable para la continuación de la Unión y el mantenimiento de su integridad”.
Esa “necesaria” unión era justificada por leyes físicas como la gravitación, mediante la cual la Isla, una vez separada de la conexión artificial que la unía a España, necesariamente gravitaría hacia Estados Unidos de igual forma que una fruta no puede dejar de caer hacia el suelo.
Nuevamente se ponía de manifiesto el menosprecio estadounidense hacia los habitantes de la ínsula con el argumento del fatalismo geográfico. Intentaban demostrar su incapacidad para gobernarse por sí mismos, cuestión que permanecería como constante en la política norteamericana hacia Cuba.
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