La abuela de una amiga, con muchos años vividos y las dolencias propias de la edad, nada más ve aparecer en la pantalla de su televisor el león de la Metro Goldwyn Mayer, e invariablemente exclama: ¡Ah, ya vi esa película!
Un cinéfilo que conoce esa anécdota, comentó que la salud mental de la anciana no está deteriorada porque considera, a partir de sus conocimientos del séptimo arte, que los filmes de Hollywood son todos iguales.
Usualmente, en ese tipo de cine cambia la identidad de los protagonistas (¿cuántas veces hemos visto a Rambo, con diferentes nombres, incluso en la figura menuda y el rostro angelical de Angelina Jolie?), y también las situaciones, pero el argumento y presupuestos éticos son los mismos; y el guión, muy parecido. Lo mismo ocurre con las guerras.
Las guerras, además, siempre tratan de justificarse; buscan el apoyo de unos y la resignación de otros.
Algunos, incluso, recurren a la Historia para apuntalar la tesis sobre una supuesta predisposición genética de la raza humana hacia el homicidio, y los más disímiles pretextos han servido para lanzarlas: desde la grandeza de un emperador, los derechos de un rey, hasta las sugerencias de un dios.
De hecho, George W. Bush aseguró que atacó Iraq solo después de confirmar que “Dios no es neutral”, y lo supo cuando se le apareció en los pasillos de la Casa Blanca para inspirarlo.
Lo cierto es que una conflagración, independientemente de su crudeza, es esencialmente un hecho tan terrible que necesita pretextos. Eso lo han sabido siempre los grandes hacedores de las guerras.
Pero resulta irónico que actualmente se esgriman argumentos de carácter humanitario para acometerlas: la defensa de los derechos humanos, la no proliferación nuclear, e incluso “la paz”, sirven hoy para justificar la necesidad de “democratizar”, ofrecer “seguridad”, “estabilidad” y “tranquilidad” al mundo, a cualquier precio.
Lo trágico, es que una catástrofe atómica puede iniciarse con solo apretar un botón, pero no se ha diseñado el mando a distancia para detenerla. Y habrá que hacerlo si no queremos seguir padeciendo la misma “película”, que podría ser la última.
No será el Complejo Militar Industrial el que renuncie a sus multibillonarias ganancias, ni las grandes potencias imperialistas abandonarán su “derecho divino” al saqueo, y ni siquiera prescindirán espontáneamente de sus prerrogativas en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Tampoco los grandes conglomerados de la información y productoras cinematográficas dejarán de reproducir un sistema de valores trocado y un modo de vida que resulta insostenible, pero les genera cuantiosas ganancias a corto plazo.
La solución pasa por la sumatoria de las voluntades de la inmensa mayoría de las personas del planeta que desean y necesitan la paz, y la creación de efectivos mecanismos jurídicos internacionales que detengan las guerras.
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