Sería injusto subestimar a priori la cultura del presidente norteamericano Barack Obama y dar por hecho su desconocimiento sobre los indios Sioux Oglala, tribu de alrededor de 40 mil miembros, perteneciente al grupo de los Teton-Lakotas, en la reserva indígena estadounidense de Pine Ridge.
Pero de lo que sí estamos seguros es que el Nóbel de la Paz ignora que, por iniciativa del famoso actor y director Robert Redford, se rodó en 1992 Incidente en Oglala: La Historia de Leonardo Peltier, documental que 18 años después de realizado no ha sido visto en Estados Unidos ni en los países que conforman el Parlamento Europeo.
La libertad de expresión tanto exigida para las naciones que no se someten a sus designios, fracasa en casa propia, aunque muy pocos gobernantes en el mundo tengan valor para hacerle notar a Washington tal doblez.
Lo cierto es que mientras el Nóbel de la Paz aguza la pupila hacia territorio ajeno y glorifica a delincuentes comunes, en las salas de cine de su país y del también culto y “democrático” viejo continente, millares de personas de ideas avanzadas aspiran a observar en las pantallas las imágenes de la cinta en que se denuncian los 17 años de encierro —hasta aquel momento, ahora son 35—padecidos por el preso más antiguo del continente americano.
Considerado el Nelson Mandela de la causa indígena, Peltier fue acusado de la muerte de dos agentes del FBI en un tiroteo en Pine Ridge, en el cual perecieron 250 indígenas, masacre que contó con la pasividad y presuntamente el apoyo de los agentes federales estadounidenses.
Existen innumerables pruebas de la inocencia de Leonard Peltier, como también de las de otro inocente aun entre rejas: Mumia Abu-Jamal, huésped del Pabellón de la Muerte desde 1982 cuando fue acusado falsamente de matar a un policía de Filadelfia y se le negó el derecho a defenderse a sí.
Uno entonces se pregunta cómo Obama puede valorar lo que tienen otros entre manos, cuando en las suyas esas dos papas calientes delatoras de la hipocresía, el cinismo y el doble rasero de Estados Unidos en materia de derechos humanos, sin sumarle los casos de Posada Carriles, Orlando Bosh, Santiago Álvarez Magriñá, Carlos Alberto Montaner y comparsa, con tanta sangre de cubanos en su historial.
En el empecinamiento de ignorar lo que el pueblo ama a la Revolución, a Fidel y a Raúl, el exsenador por Illinois no ha sobresalido por su originalidad si se le compara con sus predecesores los cuales —unos, burdamente; otros, con cierta elegancia; todos sin éxito— trataron de interrumpir el socialismo en Cuba para que la ínsula caribeña retomara su condición de neocolonia.
Ahora abrigan la esperanza de avanzar algo en su sueño con la actual y poco decente maniobra que el editorial del periódico Granma califica como otro de los métodos puestos en práctica desde hace 50 años cuando el presidente Eisenhower aprobó el Plan de Acciones Encubiertas contra Cuba.
Un norteamericano ilustre, Benjamín Franklin, decía que la experiencia era una escuela muy cara, pero los imbéciles no aprendían en otra.
Señor Presidente, sin el ánimo de ofender o de influir en su conducta, aun está a tiempo de aprender las lecciones de Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Clinton, y los Bush.
Ninguno de ellos está en la Sala Oval. Otros, ya fallecieron. Y los más recalcitrantes, como era de esperar, disfrutan su retiro en el sitio ganado sus mandatos: el basurero de la historia.
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